Maria Dolores Torres
Marzo 2018
Hoy les quiero hablar de mi amiga Conchita. Ella estudió conmigo Psicología y desde el primer día hicimos buenas migas porque, como buena española, tiene un humor negro muy acentuado y también esa amargura de algunos españoles que al final a uno le resulta divertida.
Conchita se vino a Venezuela de niña y, como no se llevaba bien con su madre, se fue a vivir con una tía, quien también era muy amargada.
Hace un año, divorciada ya y con sus hijas emigradas, mi amiga decidió volverse a España. Ya tenía –como me cuenta- lista su maleta y lleno su maletín de mano Longchamp cuando, justo antes de que llegara el taxista que había pedido, uno de sus hermanos entró a la casa de la tía (a quién le habían diagnosticado cáncer de estómago) y le recriminó que se fuera y la dejara, casi moribunda y sola como un perro de la calle.
Conchita, con la culpa que se la comía, despidió al taxista y deshizo su maleta y su maletín pensando que podría tomar el vuelo en unos pocos días, tras la muerte de la señora. De eso hace más de un año y ésta todavía vive.
Hablo con mi amiga de vez en cuando por teléfono, pero justo hoy me llamó para compartir la longevidad insólita, cuasi milagrosa e interminable (ella de su tía y yo de mi madre), para ponernos al día en nuestros planes migratorios.
Me cuenta entonces que la semana pasada fue al edificio donde tiene su apartamento vacío, a enseñárselo a un posible comprador –que pagaría como mucho un tercio del valor del inmueble en las condiciones de depreciación inmobiliaria en las que nos encontramos en el país-, y al llegar y encontrar un vehículo estacionado en su puesto (porque en Venezuela no se pueden dejar carros en la calle porque le roban a uno las llantas, la batería y hasta el aceite del motor en menos de lo que canta un gallo), agarró un arrecherón y como buena española explosiva, fue corriendo y gritando como una lunática a la garita del vigilante del edificio para poner su queja y pedirle una hoja de papel (también escaso en el país) con el fin de dejarle una nota insultante al invasor de su puesto.
Conchita vive en Venezuela desde hace años, por lo que no me explico por qué llevaba puesto un anillo de oro en uno de sus meñiques. Eso es casi un deporte de alto riesgo en este país. Pero en fin, cada quién confía en su santo protector.
FINALES ALTERNATIVOS DE ESTE RELATO (con derecho a participar en la quiniela cuyo premio será para el primer lector que adivine el verdadero final, por más que parezca el más improbable)
FINAL A
Para poder escribir la nota, Conchita se quitó el anillo y lo puso sobre la mesa del vigilante. Craso error.
El hombre se quedó calladito y cabizbajo mientras ella escribía la sarta de insultos al abusador, pero sin quitarle el ojo al anillo, al cual, poco a poco fue empujando hasta que cayó al suelo. En su estado de euforia ella salió como loca a poner la nota en el auto del transgresor y olvidó el anillo. En ese momento, el vigilante vio su futuro resuelto: lo recogió del suelo y se lo tragó.
Justo después de poner la nota en el parabrisas del carro del abusador, Conchita se dio cuenta de que había dejado su prenda en la garita y corrió a buscarlo.
Cuando llegó, le preguntó a Williamson (quien tenía más de tres años trabajando en el edificio) si había visto el anillo que se le había olvidado. El lo negó. En ese momento el anillo pasaba con dificultad de su esófago al estómago.
Mi amiga, enloquecida de rabia, le registró hasta los calcetines al vigilante que sorpresivamente se dejó prácticamente desnudar por la señora loca del edificio, mas no pudo lograr nada. Después de registrar cada centímetro de la garita (incluyendo el inodoro del baño) salió furiosa y ni siquiera esperó a que llegara el posible comprador sino que regresó a casa de la tía para tomarse cinco whiskys que la dejaron noqueada.
Cuando Williamson llegó a su casa esa noche, después de cuatro horas esperando el carrito por puesto, se tomó un purgante (casualmente al mismo tiempo en que Conchita iba por el quinto whisky). Al rato le dieron ganas de cagar. Buscó un papel periódico y se puso en cuclillas. Al encontrar el anillo en las heces, lo agarró –sin guantes, porque no hay, lo lavó en un tobo de agua –porque no hay agua corriente en su rancho, y sin jabón porque está demasiado caro-. Lo pulió con una camisa vieja que usaba de trapo de cocina y se puso la ropa menos rota que encontró en su armario.
¡Qué contenta se puso Yubiritzay cuando Williamson apareció con el anillo para pedirle que se casara con él!. Los siete muchachitos de ambos también chillaron de alegría.
En realidad Williamson había pensado proponerle a su mujer que después de la pedida de matrimonio vendieran el anillo para comprar comida para los niños desnutridos, pero no lo hizo pues ella inmediatamente comentó que sería la envidia de la peluquería del barrio cuando cobrara la quincena para ir a hacerse la queratina en el cabello rizado.
FINAL B
Apenas Conchita entró en la garita, Williamson, le vio el anillo. Mientras ella escribía la nota para el abusador del vehículo mal estacionado, él aprovechó para sacar una navaja de su morral. “-O me da el anillo o le corto el dedo. Usted decide”- le dijo envalentonado.
Conchita, quien como ya les he contado es explosiva y arrecha, le empezó a armar un peo. Pero esta vez el vigilante estaba más envalentonado que ella. La empujó consigo hacia el baño, cerró la puerta por si pasaban otros vecinos y, colocándole la navaja en el cuello, la obligo a darle el anillo y a quitarse la ropa y los zapatos – sí, eran más o menos de la misma talla que usaba su mujer.
Dejándola desnuda, humillada y sin anillo, cerró la puerta de la garita y salió corriendo del edificio con su tesoro. Yubiritsay lo iba a premiar esa noche con una buena tiradita de esas que hacía meses no se echaban por el estrés de no tener comida para los siete muchachos. Ya luego buscaría otro trabajo. Total, robar era mucho más lucrativo que tener un empleo de poca paga.
Mientras Williamson hacía el largo viaje a su rancho, Conchita, desnuda y frente a la disyuntiva entre gritar para que la sacara algún vecino y la humillación de que la vieran desnuda y la trataran de bruta por salir con un anillo de oro, decidió quitarse la vida metiendo la cabeza en el tobo de agua que el vigilante guardaba en el baño para poder usarlo.
Para hacerles el cuento corto, después de encontrado el cuerpo sin vida y desnudo de mi amiga, la autopsia de rigor en la morgue, la entrega del cuerpo a la familia varios días después y su cremación, la tía, completamente recuperada, metió sus cosas en las maletas de Conchi, llenó el maletín Longchamp con sus joyas y sus productos de belleza y se largó para España. Se le olvidaron las cenizas de Conchita en la mesita de la entrada del apartamento.