Qué espanto, llegó otra vez el 31 de diciembre.
Detesto las fiestas colectivas donde se supone que uno debe ser feliz a juro, emborracharse a juro, abrazarse a todos los que le rodean a juro (para lo que a juro debe esperarse el año con un gentío) y pedir, aún sin estar convencido de que algo acaba, que lo que viene sea mejor.
Desde que tengo memoria, el 31 de Diciembre es el día del año en que me da sueño más temprano. Tener la obligación de mantenerme en pie hasta las 12, despierta a la niña rebelde que vive entre mis cejas quien, a partir de las 8 y media de la noche, empieza a empujar los párpados hacia abajo, con toda la fuerza de sus piernitas.
No importa en dónde esté o haya estado. No importa con quien. La espera obligada, a que sean las 12 y llegue el año nuevo, es como esperar en un aeropuerto a un avión que viene con muchas horas de retraso, en el que uno no va a viajar o en el que no viene nadie a quien uno tenga que recoger.
Las uvas no me gustan. Champaña no tomo, prefiero el vino. Ropa interior amarilla no tengo, ni pienso comprarla. Las lentejas me dan gases… en fin… debe ser por eso que el 1ero de Enero solo me parece un domingo eterno por el que se ha esperado un año entero.
Si usted se parece a mí le propongo hacer como unas tías. Encienda la televisión, ponga el canal español, espere a que den las 12 en España, brinde y acuéstese a dormir 4 horas antes que el resto de la gente del país, con unos tapones en los oídos para no despertar con los tumbarranchos, y despierte mañana a la hora que quiera porque no habrá nada especial que hacer salvo estrenar agenda nueva.
¡Feliz Año para los que sí notan la diferencia!
PD. De paso, no me cabe una hallaca más, así que esta noche, aunque sea invierno, ceno gazpacho andaluz.
Nota: Se me olvidó darle los créditos a los aportes realizados, para este texto, por uno de los grandes maestros del humor caústico, S. CH., quien quedose sólo en casa, con la excusa de cuidar al perro e impedir la entrada a los maleantes.